El escritor del hostal

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por: Salvador Passalacqua

Solo espero que el viejo saxofonista del túnel deje de robarme lágrimas. Sus dedos sobre las llaves intentan algo sublime: Madrigal. Allá va Alfredo Sadel. Puedo verlo de traje negro y brillantina en el fleco. Se pierde entre los pasajeros como otro discreto chicle en el piso de la estación Las Aguas. El nubarrón de autómatas que cruzan a paso rápido se llevan en las suelas esta nostalgia que exudo. Hace falta estar afuera para vivir dentro, en el vórtice de los cantares inexactos y los llantos sofocados. Todos esos muchachos, absorbidos por la mecánica del Transmilenio, me acercan a los estudiantes que dejé, que van mirando fijamente a la nada, llevados por la desesperanza a los dieciséis. La próxima soplada a la boquilla del saxo, los caminantes de allá, del otro lado, sufrirán una nueva alza del dólar o una nueva bala en el cuello o un nuevo viceministerio para la felicidad. Irse de Venezuela detona ese extraño síndrome de los presos que terminan amando la cárcel y a veces reinciden solo para volver a sentir los barrotes entre sus manos y el olor de los hombres transpirando lacras sociales. El frío se cuela por ambos extremos. Por los túneles de Bogotá corre una tristeza líquida.

El dinero se agota y sigo sin trabajo. Pronto se acabará la comida. Solo ha pasado un mes desde que salí de Venezuela por tierra. Lo único que traje en el bolsillo fue el periodismo, el olfato para las historias, el apetito por escribir, la mirada de constante búsqueda en una ciudad de infinitas calles y carreras numeradas. Bogotá no me ha tratado mal. Ahora mismo comparto un café negrísimo con los desgarramientos de Nina Simone, como si por fin hubiera proscrito mi ansiedad.

En octubre aún era periodista y profesor universitario. Ahora se me trata de escritor. En un hostal, solo hace falta tener una libreta o salir a recorrer las estaciones del Transmilenio para convertirse en un escritor de alma sensible. Desde que me puse la chaqueta de gamuza para corregir unas anotaciones en la sala, mi casera me pregunta dónde lleva tilde “armonía” o cómo se escribe “devengar”.

La chaqueta pertenecía a mi abuelo. En 1952, Venezuela era la tierra prometida para los europeos. Salvatore, a sus 21 años, arribó al Puerto de La Guaira con la ropa llena de harina. Se había ido de Sicilia como polizón huyendo de la devastación de la guerra. Esta gamuza beige me recuerda que no soy el primer migrante de mi familia. Salvatore inició su nueva vida trabajando como albañil en la construcción de los bloques 23 de Enero, un complejo habitacional que el dictador Marcos Pérez Jiménez ordenó levantar para acabar con los tugurios nacientes de Caracas. La ciudad era laboratorio de una arquitectura intimidante, del amurallamiento del miedo bajo la política filofascista del Nuevo Ideal Nacional. Pero mi abuelo siempre fue comunista. Creyó en Chávez. Tal vez por eso termino coreando los discos de Soledad Bravo con los habitantes del hostal cuando ya la chaqueta se empapa de aguardiente y cerveza.

Esta mañana me despertó un golpe en la sien. El celular de Daniela vibró hasta caer desde la cama superior de la litera. “Sorry, sorry, no me di cuenta”, se disculpó. Bajó y me sacó de su parte del clóset una pequeña lata de mentol Davis. Andrés abrió los ojos y trató de entender el barullo desde la cama de abajo. Mi cama está mucho más abajo. Le dicen “el nido”. Por las noches la saco a la fuerza, como una gaveta vieja, y la guardo por las mañanas sin ponerle pastillas de naftalina. Tenemos el privilegio de un cuarto para tres. En la habitación contigua duermen cuatro personas. Daniela viene de Caracas y está en su semana de prueba como mesera en una pizzería. El año próximo se irá a Buenos Aires. Andrés viene de Cali y es el único colombiano en el hostal. Al lado se hospeda un matrimonio de Maracaibo y Tomás, el caraqueño nuevo que ya logró nacionalizarse. La cuarta cama siempre cambia de dueño con rapidez. En este hostal del norte se pagan 250.000 pesos mensualmente, con derecho a usar la cocina y el baño y a fumar con las ventanas abiertas. No hay lavadora. No se puede tender ropa. Se prohíbe gritar después de la medianoche.

La noche que llegué al hostal, un chubasco helado caía sobre el barrio Orquídeas. El paso a pie por el Puente Internacional Simón Bolívar me entrenó para rodar la maleta sobre cualquier terreno pantanoso. Doña Tati me dio el recorrido por la casa con una lista de normas de convivencia demasiado inocuas y corrientes, como el horario para sacar la basura o la importancia de dejar la puerta del baño entreabierta para evitar la humedad. Ese chubasco inaugural escurrió por las alcantarillas todo mi apego, toda mi privacidad. Las madrugadas escribiendo con la luz encendida, los despertares con la voz gutural de Marilyn Manson o los relatos de Carrie Bradshaw sin audífonos, todo se juntó con el agua fría y se evaporó y terminó en los túneles del Transmilenio.

Mi viaje hacia Colombia duró dos días. Comenzó el 23 de octubre en Puerto La Cruz, al oriente de Venezuela. Tomé un autobús hacia Barinas para poder llegar a los Andes. El estado Táchira es el más cercano a la frontera.  Hay que viajar desde San Cristóbal hasta San Antonio para cruzar el puente. Del otro lado estaba Cúcuta, nublada, grisácea, en un atasco de taxis amarillos.  El 25 de octubre sellé mi salida de Venezuela en el pasaporte y comencé otra vida. Que no es nueva, que no es más clemente. Mi vida como inmigrante avanza o retrocede a la par de las noticias sobre el ARA San Juan. El submarino argentino sigue perdido y sus 44 tripulantes no llegan a Mar del Plata. Todo lo demás continúa en movimiento: el ciclo del agua, el teléfono vibrante de Daniela, el saxo, los venezolanos vendiendo chocolates o billetes del antiguo cono monetario, los venezolanos con las manos extendidas esperando una moneda, los venezolanos desempleados, los venezolanos en hostales, los venezolanos escribiendo. Hoy intentaré vender poemas a 500 pesos en el parque. Si no funciona, podría hacerme espacio junto al viejo saxofonista y ofrecerme como plañidero. A Bogotá le hace falta llorar más a sus muertos. Incluso a los que caminan y se les confunde con escritores.

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