Cuando usted termina de comer una buena comida en un restaurante en New York no sabe lo que después pasa con ese plato sucio, ni a dónde va, ni quién lo lavará, sin embargo, es donde allí empieza toda la historia.
Son las 10:00 a.m. y *Sonia ya tiene dentro del lavavajillas más de 20 platos acumulados en una bandeja que deja ver los residuos de huevo, cebolla y jamón que ha quedado después de los prontos desayunos que se han vendido en uno de los restaurantes portugueses más famosos de Nueva York.
Ella, proveniente de Puerto Cortés, Honduras, no tendría nada de extraordinario si hiciera este tipo de labor en un restaurante o en una casa de su país natal, pero aquí, en la capital del mundo, las cocinas no solo son los sitios donde se prepara la comida más diversa, son los centros de trabajo donde mandan los hombres inmigrantes y en donde la presencia de una mujer representa, a veces, un foco de discriminación.
Sonia tiene 34 años, una hija de 18 y un hijo de 10, es divorciada de quien en un pasado fue un hombre de admirar.
Sus manos no revelan su edad son manos ajadas a causa del jabón industrial y del vapor con el que salen los platos después de lavarse. Sin embargo, es una mujer vanidosa, usa uñas postizas de color rosado y su pelo es largo, negro azabache, y liso.
“Nadie sabe que después de la primera semana trabajo vomitaba del asco por tener que quitar la porquería que queda en los platos sucios, después decidí ser fuerte y ahora lo hago hasta sin guantes, sin nada, para ser más rápida”, dice con voz decidida.
Con esa misma actitud, Sonia cruzó tres fronteras para poder conquistar el sueño americano, poder darle a sus hijos la educación que están recibiendo, y para pagarle una casa a su madre. Recibe a la semana alrededor de 350 dólares y al mes unos 1500 dólares que los reparte entre la renta de un cuarto, lo que manda a Honduras, y para sobrevivir en la gran ciudad.
“Decidí pagar las 80.000 Lempiras (3.000 USD) a los coyotes, con la única ilusión de venir a trabajar para, como todos, sacar adelante mi familia en Honduras. Pero de haber sabido todo lo que me tocó pasar, lo pensaría dos veces”, afirma.
Los días en la cocina no son fáciles, a diario le toca enfrentar a sus cinco compañeros hombres, quienes, cuando la cocina está llena de órdenes de los meseros y el estrés se apodera del lugar, la gritan y humillan en una especie de “desquite”.
Sin embargo, este no es el único abuso que ella ha recibido departe de los hombres que la rodean. Hace un año está soltera de nuevo. Vivió con un latino que abusó de ella siendo su pareja, y con el cuál “nunca tuvo más felicidad” que el día que decidió separarse de él e irse a vivir sola a un cuarto.
Para las 2:00 p.m. de la tarde, de su jornada de 8 horas, Sonia ya debe tener más platos y ollas acumuladas, producto del almuerzo de turistas y vecinos del lugar, ella lava con fortaleza al mismo tiempo que lidia con los hombres que cocinan y limpian, trabajos que curiosamente en sus países de origen no harían.
“Trabajar en una cocina con hombres es muy malo a veces porque ellos son morbosos, groseros y no respetan que uno como ellos también está trabajando”, admite un poco resignada.
Pero esta mujer, quien utiliza la música en la cocina como herramienta para que las horas pasen más rápido en la cocina, se basa en sus recuerdos para resistir a lo que parece es un “oficio de machos”.
Aunque no recuerda en día en que salió de Honduras, remembra que llegó a Nueva York un 29 de noviembre.
A Sonia la devolvieron a Honduras desde Zacapa, Guatemala, cuando apenas cruzaba la frontera en bus. Con una gran desolación pensó que tendría que regresar a Puerto Cortés de nuevo a buscar empleo y ahora con una deuda de 80.000 Lempiras que iban a ser mucho más difíciles de pagar.
(video recorrido)
El coyote que le había dado como seguridad del negocio nada más que su palabra, le aseguró que como fuera ella cruzaría de Honduras a Guatemala, y de allí en un largo trayecto en bus y después en balsa por el pacífico llegaría hasta el estado de Oaxaca en México. Las ilusiones volvieron, y no alcanzó a llegar a su pueblo natal cuando ya estaba en el bus de nuevo sólo con una bolsa plástica donde tenía una muda de ropa y un desodorante.
Llegar a México no fue tanto problema como el cruce de su primer frontera cuando unos cuántos falsos federales en Nogales, Arizona, la asustaron a ella y a su amiga de vieja Marisol de llevarlas a la central de buses para deportarlas si no les daban el dinero que traían con ellas.
“Tú crees que en ese momento uno va a dudar de quiénes eran esos hombres? Estaban uniformados y aunque a Marisol, mi “manita” del alma la intentaron tocar, igual seguíamos pensando que eran de verdad esos hombres. Les dimos como 100 dólares que era lo que nos quedaba”
Después de la intimidación, del abuso y del robo, Sonia y Marisol atravesaron el desierto de Arizona por más de dos días. La angustia de no tener que comer y beber porque la primer ciudad que se vislumbra estaba a más de 500 millas de distancia.
Todos estos recuerdos que hacen que su piel se erize son su tesoro más preciado, con ellos ha soportado temperaturas infernales en la cocina donde trabaja. Cuando el verano azota con toda su crueldad y en las cocinas las pieles parecen derretirse, ella siempre se acuerda de este trayecto.
Un viaje sin regreso
Un viaje desde Honduras hasta Estados Unidos cruzando la frontera normalmente dura 8 días de travesía. Si fuera desde México el inmigrante podría cruzar en la mitad del tiempo.
Más de 900.000 hondureños viven en los Estados Unidos, y aunque no hay cifras certeras del número de indocumentados como Sonia, se estima que son más de 90.000. La primera generación de Hondureños que migraron hacia los Estados Unidos se asentaron en Boston y Nueva Orleans hacia el siglo XX gracias a la bonanza bananera.
Ser lavaplatos, es un oficio digno, y muchas mujeres prefieren someterse a estos oficios, que representan un desgaste físico y que parecerían destinados a hombres, que, someterse a abusos sexuales o a trabajos donde por ser inmigrantes son sobre explotadas.
Cecilia Gastón, directora de VIP mujeres (Violence Intervention Program), en su amplia experiencia de más de 20 años trabajando con mujeres, opina que la violencia de género hacia las inmigrantes latinas es alto y lo continuará siendo, ya que pareciera que es “normal” que por ser mujer inmigrante sea maltratada.
“Las mujeres ni siquiera saben cuando están siendo víctimas de abuso, y no sólo es físico, es que acá estamos hablando de algo más allá de una desigualdad que va creciendo día a día”.
Gastón afirma que aunque los hombres y mujeres inmigrantes indocumentados estén en la misma situación frente a su estatus migratorio, las mujeres son peor pagas, son maltratadas y siguen sufriendo más abusos de sus compañeros sentimentales, de sus empleadores y por supuesto, de la sociedad.
“Es que el sistema mismo en el que vivimos margina a la mujer y en especial a la mujer inmigrante porque se sigue construyendo ese estigma de subestimación y de inferioridad”, afirma.
Desde que llegó a Nueva York, Sonia no ha cambiado de trabajo por el miedo a estar sin un permiso de trabajo. Lleva 3 años como lavaplatos, ha pasado descalza la frontera entre Guatemala y México y aparte ha tenido que estar reunida con los federales en más de dos ocasiones.
Ver las luces de la capital del mundo y sentarse en el Times Square a ver el emporio de este país es para muchos inmigrantes excitante y retador. Es una ciudad ambivalente donde se da y se quita en el mismo momento, y es para muchos, para Sonia el país de los sueños.
Mientras se decide qué pasara con las nuevas políticas de migración del actual presidente Donald Trump, Sonia seguirá llegando a su trabajo normal a limpiar el desecho de comida y de servilletas que queda en los platos, y a contar al ritmo de unas cervezas heladas entre sus compatriotas la odisea que tuvo que pasar atravesando tres fronteras.
*Nombre cambiado a petición del personaje.